No paremos la matanza con una matanza mayor
Isaac Rosa en Público
“España, como miembro de la comunidad internacional, va a estar en disposición de tener una contribución importante.” -José Luis Rodríguez Zapatero, presidente del Gobierno- . Si cuando lean esta columna no han empezado aún los ataques sobre Libia, tengan por seguro que no tardarán. Si hace una semana advertíamos de lo difícil que es devolver a sus bases barcos, aviones y soldados cuando ya se han puesto en camino, ahora con la resolución del Consejo de Seguridad hay motivo añadido para no volver atrás: no todos los días se encuentra uno con una autorización de la ONU, no la vamos a desperdiciar. Por si teníamos poco con la amenaza nuclear en Japón, la crisis económica, una guerra abierta en Afganistán y otra mal cerrada en Irak, abrimos otro frente, y en nuestro charco trasero, el Mediterráneo, justo cuando toda la región anda más revuelta. Gadafi no merece ninguna defensa. Sus últimos desvaríos comparándose con Franco no nos lo hacen precisamente simpático, pero estamos en lo de siempre: nuestras bombas no le van a despeinar, y serán otros los que reciban el castigo. Los soldados y mercenarios en primer lugar, que pasan a la categoría de aniquilables; pero también la población civil libia, y probablemente los propios rebeldes que hoy piden bombardeos, y que algún día se arrepentirán de haber pedido ayuda. Tenemos ya experiencia sobrada en guerras ‘humanitarias’ como para prever lo que pasará: un arranque peliculero, con imágenes de videojuego y discurso triunfal, y luego empezará el goteo de “daños colaterales” con muertos y mutilados, pero también daños no tan colaterales en infraestructuras civiles, viviendas y todo lo que se ponga a tiro. Kosovo, Irak, Afganistán. Algo podrían contarnos los habitantes de los tres países sobre intervenciones militares que, además de no conseguir los objetivos iniciales (frenar las matanzas, encontrar las armas de destrucción masiva, atrapar a Bin Laden), multiplican el sufrimiento de la población, condenada a un largo período de violencia, pobreza e inestabilidad. Parece que de una vez para otra se nos olvida: una matanza no se para con una matanza mayor, los pueblos no se liberan a bombazos ni la democracia se impone con las armas. No a la guerra. A ésta tampoco.
A BONDAD DE LOS SALVADORES DE LIBIA, NO ES DESINTERESADA
Si la decisión de los amos del mundo con respecto a a la Libia y la dictadura de Gadafi fuera la norma, seguramente la ONU y otros organismos u¡internacionales servirían para algo más que para incrementar los poderes de los de siempre; podría hasta pensarse que de verdad el derecho Internacional es respetado, y en su defecto, restituido, como quieren hacer ver con lo de Libia.
Nadie en su sano juicio puede tomarse en serio que el despliegue militar y propagandístico de la OTAN contra la, hasta hace tres cuartos de hora, uno de sus dictadores favoritos, está guiado para proteger a la población civil. Hace demasiados lustros que el sátrapa libio oprime a su pueblo si que cayeran en la cuenta; como lo han hecho otros dictadores, y como lo siguen haciendo, masacrando a sus pueblos.
Por lo tanto, si no hubiera petróleo, y o, este no estuviera en peligro, el ataque súbito de humanismo que les ha entrado a los gobernantes occidentales, con el apoyo de los impresentables gobernantes de la Liga Árabe–como mínimo tan dictadores y canallas como Gadafi–, no se habría producido ningún ataque; como sigue si producirse en aquellos lugares donde sus dictadores sí pueden garantizarle, al precio que convenga, la estabilidad y los negocios. Ninguna acción «a favor de la pobación civil, como dicen ahora, no les ha importado nunca.
Como sigue sin importarles los bombardeos contra la población civil palestina, que arrastra la criminal actitud terrorista del Estado de Israel desde hace más de 60 años. Ninguna resolución de la ONU es respetada, y mucho menos se pone en marcha una acción militar para restablecer el orden y la legalidad Internacional. Todo lo contrario, el Estado opresor israelí–que no el pueblo israelí–de los palestinos es apoyado por Estados Unidos y con más o menos disimulo, con más o menos hipocresía, por todos los gobiernos occidentales, el español incluido.
Tampoco se pone en marcha una resolución de la ONU para acabar con el expolio de Guinea por parte de un dictador que mantiene a su pueblo en la más absoluta miseria, teniendo como tiene inmensas riquezas petroleras, que podrían elevarle el nivel de vida, si no se quedaran éstas en manos de del sátrapa guineano y sus allegados.
Como tampoco se hace nada para devolverle la libertad al pueblo saharaui, después de 35 años de la traición de los gobernantes franquistas, y que la democracia no ha reparado como debiera, sino todo lo contrario; ni se envía una fuerza aérea contra la banda del dictador marroquí cuando masacra a los ciudadanos del Sahara y a su propio pueblo. Todo lo contrario: para nuestra vergüenza, el gobierno español, rindió pleitesía al autor material de la masacre, el Ministro de Represión del dictador de Rabat.
Por tanto, todo el despliegue militar contra Gadafi, nada tiene que ver, ni con la seguridad de los ciudadanos civiles libios, ni con que en Libia se esté cometiendo una matanza. Matanzas se han venido perpetrando por los dictadores amigos, sin que se les moviera un pelo ni se alteraran las conciencias a los que han puesto en marcha toda la operación militar en Libia.
La participación de España, por decisión de los partidos de la derecha–incluido el PSOE, cuyo significado de sus cuatro siglas ha ido perdiéndolo su significado hasta quedar totalmente desfigurado–no es más que una actitud lacayuna al servicio de los que de verdad mandan: Estados Unidos, Francia y Alemania. Zapatero, de forma sonrojante para los españoles informados, ha dado un paso adelante para hacerse perdonar su honesta actitud en la guerra de Iraq, que pronto, el ejercicio del gobierno, que no el poder, le ha hecho olvidar.
Es posible que no tardemos mucho tiempo en ver el personaje de repuesto que ya tendrán preparado para suceder al descerebrado Gadafi–posiblemente intenten restaurar la monarquía, u otro oscuro personaje–que sea dócil a los intereses de de Occidente, y que ya no sea molesto y estrambótico como el personaje derrotado con un desproporcionado derroche bélico.
No hay que olvidar que muchos de los que se han unido a los que en un principio se alzaron en la protesta, al eco de lo de Túnez y Egipto, son colaboradores de Gadafi, que lo han estado apoyando durante más de 40 años. Y que cabe la lógica de que sea el oportunismo y el intentar salvarse ante el empuje revolucionario, y encontrar cobijo a la sombra de ese movimiento.
Así que, ni inclinaciones humanitarias de los gobernantes que ahora van de salvadores e instauradores de la democracia, ni mucho menos creer que los que tomarán el mando –otra cosa es el pueblo, que nos tememos serán burlados si no están al tanto tras la liquidación del dictador, exigiendo democracia–, son demócratas. Si cuando todo se haya pacificado, los ciudadanos no mantienen el pulso contra los oportunistas que resurgirán como hongos, negando haber sido parte de la dictadura de Gadafi, entonces todo el sacrificio de la revolución habrá sido para cambiar de dictador, no hacia la democracia. El amo tendrá otro nombre, pero será el amo, y a su vez, criado de intereses ajenos.
U. Plaza
Mi no a la guerra
LUIS GARCÍA MONTERO
La intervención militar en Libia ha provocado diversas reacciones dentro de la izquierda. Dejando a un lado la demagogia de la derecha mediática, que no pierde ocasión para desprestigiar a los intelectuales que mantienen una conciencia crítica frente a las consignas neoliberales, es verdad que en esta ocasión no hay una respuesta tan clara e inmediata como la que se produjo ante la invasión de Irak. ¿Son raras las dudas de hoy? Confieso que, por el contrario, me resultan envidiables y extrañas las posturas que derraman seguridad en sí mismas. Estamos envueltos en una situación compleja en la que no hay decisión que evite el malestar.
Mi no a la guerra está lleno de angustia. Comparto argumentos tanto para justificar la intervención como para criticarla. Asumir esta contradicción, esta complejidad, es más honrado que ofrecer una opinión compacta. La duda es lo que mejor nos sitúa ante la realidad actual de la izquierda en política internacional. Y cuando hay vidas humanas en juego, la honradez en la opinión es un requisito imperioso. Más que esgrimir seguridades, prefiero confesar que estoy lleno de sentimientos cuarteados.
Seamos sinceros. La intervención en Libia no es comparable a la invasión de Irak declarada al margen del derecho internacional por el trío de las Azores. Hemos vivido en el Norte de África una experiencia cívica imprevista que merece todo nuestro respeto democrático. La población civil plantó su rebeldía en la calle para expulsar a los dictadores en Egipto y Túnez. En Libia ocurrió lo mismo, pero Gadafi, en vez de abandonar el trono, decidió utilizar las armas para masacrar a la población. Abandonar a los rebeldes libios es duro, por su propia suerte y porque un dictador cruel y victorioso es un mal ejemplo para todos los movimientos de liberación que puedan darse en la zona. Si quedaba alguna duda, el propio Gadafi conmovió nuestra memoria al declarar que pensaba entrar en Bengasi como Franco en Madrid. Las democracias europeas abandonaron a la República española en manos del fascismo.
Claro que aquel abandono no se produjo por una indecisión ética, sino por intereses políticos bien estudiados. Los ingleses querían controlar la situación al término de la Guerra Civil, y Franco traicionó a Hitler no porque se aprovechara de la ceguera democrática, sino porque le convino aceptar un plan cínico trazado por los ingleses. Desde el punto de vista de las componendas internacionales, tampoco faltan razones para plantearnos la escabrosa legitimidad de la intervención militar en Libia. ¿Por qué intervenir allí, cuando hay en el mundo tantas situaciones de represión admitida y tantos tiranos que masacran a su población? ¿Por qué cumplir con celo una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, si hemos cerrado los ojos a los incumplimientos, por ejemplo, de Israel o de Marruecos? ¿Qué lógica tiene armar a un dictador y ofrecerle amistad, para después convertirlo en un peligroso enemigo? ¿Por qué se le cerró desde el principio la posibilidad de que abandonase su país sin temor a una condena? ¿Por qué no se han utilizado mejor otras vías de presión diplomática? ¿Qué legitimidad tienen países que no aceptan la Corte Penal Internacional? ¿Cómo creer en las intervenciones militares en defensa de los derechos humanos después de los espectáculos que hemos visto en Irak o en Afganistán?
Demasiadas preguntas. Y hay más: ¿negarse a esta intervención paraliza un posible cambio democrático de la política internacional? Ninguna respuesta es cómoda en una situación sin salida. La verdad resulta contradictoria: ni es justo permitir las tropelías de un dictador, ni estamos legitimados para protagonizar operaciones bélicas en nombre de la democracia. ¿Se intenta detener a un dictador o se procura controlar con eufemismos las revueltas del Norte de África en favor de los intereses occidentales?
Como tampoco quiero instalarme en el ámbito moral de las manos limpias, tomo mi decisión y me mancho: ¡No a la guerra! Pero lo hago dividido. Mi única certeza es que debemos ponernos a trabajar en busca de un nuevo contrato social en el que sea legítima la intervención internacional contra los dictadores. Hoy, por desgracia, no tenemos esa legitimidad. Sólo tenemos armas.
A favor de las vías pacíficas y no-violentas
CARMEN MAGALLÓN
En una crisis como la de Libia no parece haber espacio para las vías pacíficas y no-violentas. Desde la aceptación de las carencias, confieso mi respeto por la opción de quienes en estos días están colocando la responsabilidad de proteger por delante de sus convicciones pacifistas, dando un apoyo matizado, con todo tipo de acotaciones, a la intervención armada en ese país. Pero ni aun así comparto ese apoyo.
Lo que me inclina a la resistencia es que apoyar la vía armada es continuar con la inercia violenta, y que si seguimos acogiéndonos a las inercias establecidas, legitimadoras del uso de la violencia armada, nunca cambiará el horizonte de posibilidades de acción. La convicción de que lo más efectivo para frenar a un dictador que dispara contra su pueblo desarmado es el uso de las armas está tan arraigada en las mentes y en las estructuras sociales que actuar, en este caso, pasa a ser sinónimo de responder con la fuerza. Y sin embargo, la vía iniciada, la intervención armada de una coalición internacional, aún amparada por una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que le otorga legitimidad en el contexto legal internacional, tampoco está claro que vaya a lograr su objetivo de proteger a la sociedad civil. Las contradicciones están por doquier, pero la inercia se impone.
La pregunta ¿qué oportunidades se han dado a otras vías de solución? queda en el aire. ¿Hubiera sido posible poner en acción medidas de presión, económicas, políticas, de suficiente calado como para ser efectivas? No lo sabemos. Desde fuera del poder no es fácil saber lo que el poder puede. La evidencia de lo posible está contaminada; en ella, las vías pacíficas no están a disposición, no están incorporadas en las culturas como pautas efectivas. Y, sin embargo, acabar con la violencia es una condición para la supervivencia, algo que no propician precisamente las armas. Más bien al contrario, el embellecimiento de su uso, el presentarlas como necesarias, las perpetúa, y con ellas, también la violencia se perpetúa.
De fondo, la contradicción fundamental que encuentro en la guerra justa es que, para defender derechos humanos o vidas humanas, se eliminen otras vidas humanas, que no dejan de ser igualmente valiosas.
Carmen Magallón es Directora de la Fundación Seminario de Investigación para la Paz